Por: Milagros Sánchez Pinzón. Semanario Culturama.
Los días del Carnaval 2010 nos sirvieron para colgarnos una mochila y dirigirnos hacia la península de Osa, conocida como la última frontera salvaje de la vecina Costa Rica. Nos habían comentado que en Puerto Jiménez las guacamayas rojas (Ara macao), esas hermosas aves de plumaje multicolor que alcanzan hasta 96 centímetros de largo, llegaban hasta los restaurantes y casi departían con los comensales.
Pensando en contemplar en libertad a estos pericos gigantes, casi extintos en nuestro Istmo, tomamos un autobús en Paso Canoas (en la frontera entre Panamá¡ y Costa Rica) que nos trasladaría a Golfito y ahí nos embarcamos por el Golfo Dulce -durante treinta minutos- hasta alcanzar Puerto Jiménez.
Puerto Jiménez, con unos 8,000 habitantes, está enclavado en la costa oriental de Osa. Muchos de sus primeros pobladores eran chiricanos que buscaban expandir sus labores de pastoreo. Luego de muchos años de ser un territorio dedicado a la ganadería intensiva, los habitantes de este lugar decidieron convertirlo en una zona netamente turística; dejaron que el bosque se restableciera y que los animales silvestres pulularan libremente al punto que estos se atreven a permanecer muy cerca de los humanos. Por ello, todas las actividades económicas actuales giran en torno al ecoturismo (snorkel, pesca deportiva, buceo, senderismo, montañismo, rafting, cannoping). Diariamente surcan el cielo del Puerto las avionetas que llevan y traen extranjeros deseosos de disfrutar de los paisajes costeros y de las montañas, tan cerca uno del otro.
Los vecinos costarricenses son muy diferentes a nosotros. Tienen un acendrado espíritu de conservación por su entorno natural porque saben que de él pueden extraer enormes beneficios. Sus playas están limpias y protegen tanto a la fauna vernacular que cuatro clases de monos se aprecian en el área, especialmente en Cabo Matapalo, en el extremo más meridional de la península. Cuando usted llega a este sitio y se baja del vehiculo que sirve de autobús (a propósito muy rudimentario) un concierto de grillos, cigarras y monos le dan la bienvenida. Los traviesos primates saltan a pocos metros por encima de la cabeza de los viajeros. Es impresionante como se yergue la vegetación, con sus verdes contrastantes, a pocos metros de las playas.
El contacto con la naturaleza fue tan fuerte en nuestro periplo por Osa que la última noche, en el hostal Bolita, dormimos en una tienda de campaña a menos de 40 metros de una inmensa serpiente terciopelo. Ronny, el canadiense propietario del hospedaje, la descubrió muy cerca de un estanque de agua donde el reptil se abastece de ranas y sapos y le participó de su presencia a la decena de exploradores que acampábamos (había franceses, ingleses y estadounidenses), no para infundir temor sino para que contempláramos tan exuberante ejemplar del mundo de los ofidios. Al caer la noche la oscuridad era absoluta, solo el ruido de los animales nocturnos cortaba el silencio.
En Bolita, a unos cuarenta y cinco minutos a pie del pequeño caserío de Dos Brazos del Río Tigre, ascendiendo por un enmarañado bosque donde la alta humedad relativa hace sudar copiosamente, hay excelentes senderos con demarcaciones de las rutas por las cascadas y las mejores panorámicas. Desde uno de estos puntos se divisa el volcán Barú, la geoformación más representativa de los chiricanos.
Durante los cuatro días en Osa contemplamos entre los almendros (parece que el fruto de este árbol es el preferido por ellas) a casi una veintena de lapas, como le llaman los ticos a las guacamayas. Eran escandalosas, se oían a varios metros de distancia y se confundían con las hojas anaranjadas de la floresta. No le tienen temor a la cercanía de la gente. Andan y vuelan siempre de dos en dos y pese a su fragilidad son, indiscutiblemente, el potente imán que atrae a miles personas de todo el mundo por los rincones de Puerto Jiménez.
Fotos: Milagros Sánchez Pinzón
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