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miércoles, 10 de agosto de 2011

TRAS LA CACHOEIRA DO GATO...

Por: Milagros Sánchez Pinzón.  Semanario Culturama.


En Ilhabela, una isla paulista con el 85 por ciento de su territorio declarado Parque Natural Estatal,  se han contabilizado 365 cascadas; de ellas, la más representativa y hermosa –dicen los lugareños o caiçaras-  es la Cachoeira do Gato.  Allá quería llegar para ratificar esta versión.

Aunque el parte meteorológico señaló que el martes 9 de agosto de 2011 se presentarían chubascos,  normal porque en Brasil estamos en invierno, me anoté en una gira con la empresa turística Eco Way Passeois para atravesar la isla de oeste a este y descubrir la popular cachoeira, a orillas del caserío costero de Castellanos.  

Fuera de nuestro país recurro a estos sistemas tradicionales de excursión, mientras que, en la patria chica, echo mano en nuestras ecoaventuras de los más experimentados lugareños.   Partiríamos a las diez de la mañana para retornar a las cinco de la tarde.

El jeep llegó a recogerme a las 10:30 a.m., frente al Hotel Ilhabela.  Ya estaba un poco impaciente  debido a mi obsesión por la puntualidad.  Era que venían otros viajeros: la española María Espinosa Sánchez (una chica andaluza de 28 años quien  ha recorrido casi toda la América) y la pareja de brasileños recién casados Michelli y Jõao.  Luego nos alcanzaron en el camino el joven policía militar Daniel y su esposa Crystiane.  Este sexteto sería conducido por el simpático Mateus, un caiçara  ciento por ciento, pues nació en la isla al igual que sus progenitores.

Abandonamos rápidamente la costa occidental de Ilhabela donde reside casi toda la población y fuimos ascendiendo por las montañas tapizadas de verdes contrastantes.  Era la Mata Atlántica, una  de las formaciones vegetales con mayor biodiversidad en el mundo, o sea el bosque tropical más importante del planeta después de la Amazonía.   Los árboles inmensos, las lianas, las epífitas, las bromeliaceas… todo era impresionante y, sobre todo, tanta exuberancia a  pocos metros del mar.

El terreno lodoso exigía al mejor de los conductores y Mateus debió colocarle la máxima tracción al 4 x 4.   El nos iba explicando detalles curiosos del recorrido:  22 kilómetros de un extremo a otro de la isla; antiguamente en estos parajes se producía cachaza (la bebida alcohólica más popular del Brasil que sustentó la economía isleña por muchos años); llegaríamos hasta los 650 metros de altitud en el jeep.

Después de hora y media de travesía por la jungla arribamos a la  playa de Castellanos.  Antes que se descargaran unas nubes tormentosas que se aproximaban, emprendimos la caminata de 30 minutos hasta la Cachoeira do Gato. En el trayecto comparaba las condiciones  de este sitio –muy similar en términos fito y zoogeográficos- con el de las cascadas en Chiriquí.  Acá se levantan zarzos, puentecitos, escaleras de madera, señalizaciones… en mi tierra, no hay nada de eso.

La caída de agua, esplendorosa, discurría desde casi 70 metros sobre un macizo rocoso de apariencia volcánica.   Los cinco compañeros de viaje decidieron darse un chapuzón, pese a que la temperatura podía rondar los 10 grados centígrados.  Mientras,  yo me dedicaba a tomar fotografías de la floresta circundante y de bloques pétreos que originaban otro salto líquido. Mi faringe quedó afectada desde el bautismo en las aguas del Iguazú.


Frente a la cabellera de agua más famosa de Ilhabela, por la cual los turistas nacionales y extranjeros pagan 70 reales (45 dólares) para llegar hasta ella, recordaba a las cachoeiras chiricanas: Cabellos de Ángel, Chorcha, el Salto del Tigre, Bregué, el Brinco del Conejo, los Cuatro Saltos del Estí, los Gemelos de Londres, Chorro Blanco…   Todos ellas  podrían competir en belleza con este salto brasileño, pero no pueden porque allá nos falta decisión y creatividad para convertir nuestras potencialidades naturales en objetivos turísticos y en bienestar económico.

Otro grupo de turistas llegó a la cachoeira mientras estábamos ahí


Mi pesadumbre desapareció cuando volví a la playa de Castellanos  y el gentil caiçara del Quiosco Alemao me preparó un zumo de manga (mango) con kiwi en su licuadora manual;  me sirvió una comida casera: arroz, feijao (frijoles), ensalada de zanahoria, lechuga, remolacha, y tomate,  más un filete de pescado blanco apanado.  Lo devoré todo, incluso le goloseé los frijoles a María quien no los soporta.   Ese plato me costó 25 reales, algo así como 16 dólares. 

 Con Crystiane, una paulista de vacaciones con su esposo Daniel

De regreso en el jeep,  casi todos  estábamos ateridos por el frío pero conversábamos sobre nuestras diferencias y similitudes culturales.  El ambiente era relajado; en mi caso, nostalgia me daba  pensar que nunca volvería a verlos.



La última foto tomada por Mateus frente al estrecho de San Sebastián preservaría para siempre el recuerdo del pequeño grupo multicultural que compartió momentos especiales entre la Mata Atlántica y la recóndita Cachoeira do Gato en la isla bella del Brasil.

María (de España) y los brasileños Jõao, Micheli, Crystiane y Daniel.
Foto tomada por Mateus

Con estos celajes cayó la tarde en Ilhabela después del paseo por Do Gato







 



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