Con mi inseparable sombrero gaucho adquirido en Buenos Aires, me enfundo unas zapatillas y emprendo mi primera caminata por Ilhabela, una pequeña isla de 348 kilómetros cuadrados ubicada a poco más de 3 kilómetros del litoral norte del estado de Sao Paulo, Brasil.
Ilhabela está poblada por unas 24 mil personas dedicadas fundamentalmente a las actividades turísticas. El grueso de los habitantes se asienta en la zona occidental de la isla, pues el resto de la superficie está cubierto por bosques en los cuales se originan 400 cursos de aguas que dan vida a 365 cascadas. Es un Parque Natural.
El paisaje de la isla es considerado uno de los más agrestes de las costas brasileñas. A pocos metros de la playa se levantan imponentes montañas que dejan ver sus aristas rocosas.
Con una agradable temperatura de 26 grados centígrados, avanzo unos pocos metros por la peatonal que bordea la costa y me encuentro con Edson Mamone, un marinero de 44 años quien gentilmente me sirve de guía improvisado, luego de pedirle me tome una fotografía en un hermoso paraje.
Como el portugués es muy parecido al español, le comprendo bastante: a los nativos se les llama caiçara, él es uno de ellos; muchas de las quebradas que cruzamos son cascadas procedentes de las montañas; una sobrina puede ayudarme si quiero alcanzar algunos de estos saltos; estamos en temporada baja en términos turísticos y por eso hay poca gente circulando, en otras fechas miles de personas transitan esos lares; que me aparte, no debo andar por la ciclovía...
El paciente Edson se despide después de una hora y media de camino. Sigo tranquila por las calles adoquinadas y empedradas con mi cámara en la mano, es el primer lugar de mi viaje sureño donde alguien no me dice: guárdela, es peligroso.
Como el portugués es muy parecido al español, le comprendo bastante: a los nativos se les llama caiçara, él es uno de ellos; muchas de las quebradas que cruzamos son cascadas procedentes de las montañas; una sobrina puede ayudarme si quiero alcanzar algunos de estos saltos; estamos en temporada baja en términos turísticos y por eso hay poca gente circulando, en otras fechas miles de personas transitan esos lares; que me aparte, no debo andar por la ciclovía...
El paciente Edson se despide después de una hora y media de camino. Sigo tranquila por las calles adoquinadas y empedradas con mi cámara en la mano, es el primer lugar de mi viaje sureño donde alguien no me dice: guárdela, es peligroso.
Aquí la gente es tan amigable que contagian hasta los perros: un cachorro de la rua (un perro callejero), se une a mi periplo y conmigo se queda casi hasta el final de la jornada de tres horas. Incluso me sirve de modelo para algunas de las fotos.
A eso de la una de la tarde llego al Centro Histórico de Ilhabela y entro a un restaurante cuyo menú externo me llama la atención. Se trata del Cheiro Verde. Ordeno filé de pescada e alcaparras e champignon, arroz, feijao (frijoles) e fritas (papas fritas), más un zumo de naranjas. Todo por 17.70 reales, unos 11 dólares. Está delicioso. A los chicos que atienden les pregunto si han oído hablar de Panamá. Son seis, algunos nacidos en Minas Gerais, otros en Bahía, otros son caiçara, pero ninguno sabe de qué les hablo.
A eso de la una de la tarde llego al Centro Histórico de Ilhabela y entro a un restaurante cuyo menú externo me llama la atención. Se trata del Cheiro Verde. Ordeno filé de pescada e alcaparras e champignon, arroz, feijao (frijoles) e fritas (papas fritas), más un zumo de naranjas. Todo por 17.70 reales, unos 11 dólares. Está delicioso. A los chicos que atienden les pregunto si han oído hablar de Panamá. Son seis, algunos nacidos en Minas Gerais, otros en Bahía, otros son caiçara, pero ninguno sabe de qué les hablo.
Durante mi marcha he captando decenas de imágenes. Mis amigas Itzel y Yamel estarían encantadas en este hermoso lugar. Las residencias, los restaurantes, las posadas y todos los negocios están pintados con un gusto exquisito, como ese que deseamos imprimir en nuestro Casco Viejo de David. Los jardines son un complemento armonioso; toques artísticos se respiran por todos lados: las iglesias, los parques, las oficinas públicas.
¿Por qué no dejamos, como los caiçaras, que nuestro pueblos y ciudades sean tomados por los artistas? Estoy casi segura que ellos le imprimirían buen gusto, calidez y una mejor calidad de vida, tal como lo han hecho en este escondido paraíso tropical del Brasil...
En Ilhabela tratan de adaptar las construcciones a la naturaleza. El árbol primero que la calle
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