Había creído que me sentiría como Cristóbal Colón cuando viajó del Viejo Mundo hacia las Indias Occidentales, pero creo que mis emociones estuvieron -en algunos momentos- más cercanas a la de los esclavos en los navíos negreros.
A tempranas horas del domingo 5 de febrero partí en el velero Cataya, de la Bahía de todos los Santos, en Salvador de Bahía, Brasil, con rumbo a la isla de Barbados, en el Mar Caribe. Serían unas 2,500 millas y veinte días de travesía por el inmenso Atlántico.
El capitán Livingston me advirtió que este periplo no sería nada fácil, su experiencia de casi cuarenta años en el mar y haber cruzado más de veinte veces las aguas que separan a África y a Europa de América, le obligaban a advertirme. Las suizas Silvana y Jessica que poco antes habían abandonado el Cataya con el proyecto filantrópico y artístico Culturewords también le daban la razón. Pero yo, intentado ser osada y pensando que mi espíritu aventurero lo podría todo, acepté el reto.
La mañana resultó esplendorosa al momento en que fueron desplegadas las tres velas del Cataya (Trinquette, Foc y Grand Voile), a unas cuantas millas de la costa de Bahía. Creyendo que me enfrentaba a una experiencia como aquellas entre mis hermosas montañas de Chiriquí tras las cascadas, de inmediato comencé a tomar fotografías y a identificar los principales aparatos de navegación: el radar, el sonar, el anemómetro… Al tratarse de una embarcación de reciente fabricación izar las velas fue cuestión de botones, palancas y ligeros movimientos de cuerdas. No resultó todo el espectáculo imaginado.
Sin embargo, a los pocos minutos, el movimiento incesante y cada vez más intenso de la nave mecida por las olas del azul Atlántico comenzó a afectar mi organismo. El mareo y las náuseas no me abandonaron más. Aunque el capitán Livingston creía que en las primeras horas el malestar me pasaría y mi cuerpo se adaptaría al baile permanente del Cataya, no fue así.
A los dos días el capitán consideró que tendría que detenerse en Pernambuco, pero yo me resistía a abandonar la marcha aunque me pasaba casi todas las horas en mi camarote, tomando un poco de agua y algunas frutas secas, lo único que soportaba mi estómago. Recordaba algunas de las frases de ánimo dadas por mis amigos Gabriel y Manuel, antes de partir: “Alma fuerte”. “No me da la gana de rendirme”.
Ni las hermosísimas aguas del océano, ni las nubes blanquecinas del cielo, ni los atardeceres espectaculares que tanto me apasionan, ni la hermosa luna llena con su camino de plata sobre las aguas, me hacían retornar del malestar interno que me convulsionaba. Aun así, salí algunos minutos a cubierta para captar escenas que estaba segura jamás volvería a contemplar…
La intención inicial del Capitán era detenerse en la paradisíaca isla Fernando de Noronha, el sueño de los buceadores del mundo, pero con las buenas intenciones de hacerme menos largo el viaje prefirió ir directo hasta Barbados, sin detenerse. Esta idea entonces comenzó a martillar mi cabeza, no podría soportar dieciocho días más en ese estado.
Al amanecer del quinto día la falta de alimentos bajó mi presión y mi debilidad iba acentuándose. No había otra salida: el capitán cambió de rumbo para atracar en el puerto de Natal, la ciudad de las playas y de las dunas, la más noreste del Brasil. Me encontraba a solo 600 millas de Salvador de Bahía y había recorrido solo una quinta parte del itinerario proyectado.
Ahora estoy aquí, en Natal, perteneciente al Estado de Rio Grande do Norte, esperando abordar en las próximas horas un avión que me devuelva a mi patria, porque el Cataya tiene que proseguir su marcha. Tuve que pasar tres horas en la Policía Federal arreglando los papeles de mi nueva e inesperada entrada a Brasil, donde el agente Jose Areujó comprendió felizmente mi situación.
¿Y me preguntarán si estoy triste? Claro que sí, un poco, por no poder finalizar el viaje concebido, pero satisfecha por haberlo intentado. Debo ser capaz de reconocer mis logros y también de aceptar mis limitaciones. La única forma de saber si podía realizar semejante cruce atlántico, que muy pocos estarían dispuestos a emprenderlo, era intentándolo, aunque me quedara en el camino. Es cierto, es duro fracasar en algo, pero mucho peor no intentarlo.
Definitivamente soy muy terráquea, mis ecoaventuras por las montañas y valles de mi pequeño país me tienen atrapada… le dejaré el océano a los marineros, a esos hombres como el capitán Livingston, cuyo corazón y espíritu son tan libres que solo se dejan mover por el viento.
* En nuestro Facebook (Milagros Olimpia Sánchez Pinzón) pueden apreciarse más fotografías y videos.
wow!!!!! saludos Milagros desde Boquete!!!
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